Por esos días, había que tener talento para no morirse. No cabíamos en nuestros calzones ni en nuestro sueño, caminábamos sin mirar para atrás, fumábamos como si fuera un acto de lucidez y tomábamos café negro para disipar el espanto. Nos rondaba la sospecha de que cada mañana iba a ser la última, y algunas lo fueron. Cometíamos tantos errores que se hubiera dicho que se trataba de un sistema de vida. En fin. Imprescindible era odiar la ciudad, y había que odiarla matemáticamente, cantando, fascinados, enroscándonos en la ebriedad de ciertos deseos que nunca se malograron. No teníamos vuelta, eso estaba claro, pero había que quemar las naves.
Había que atenerse a las consecuencias, huir siempre antes de que fuera demasiado tarde. Y había que gritar, bailar, beber, reír en cantidades monstruosas. Hacía daño mirarse mucho rato a los ojos. Ante la imposibilidad de elegir, la fórmula era tomar un libro como si nada, discutir sobre el desamor o sobre menús, salir a andar en bicicleta, caminar bajo la lluvia, seguir bebiendo, seguir riendo, qué sé yo. Poner cara de duda cuando alguien nos decía la hora. Fotografiarnos obscenísimos en el baño preservando sólo el pudor de la Maja Desnuda. Hacer un huevo frito y ponerle vino. Caminar en puntillas sobre una pandereta. Hablar de nosotros como si se tratara de dibujos animados. Disfrazarse todos de corsario y declararse en ayunas simulando una jornada de iniciación. Daba lo mismo. Siempre supimos que perder el tiempo era el mejor modo de ganarlo...
2 Comentarios:
y este quién es ?
Tu alter-ego
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